Entre las noticias de estos días encontré un artículo de Jaime Socueva en
La Razón.es sobre María de Villota. Este artículo suscita cuestiones relevantes en la vida de alguien que ha sufrido un grave traumatismo facial. Creo que es revelador porque María de Villota se planteó preguntas que todos los traumatizados faciales nos hacemos en algún momento, como ¿encontraré a alguien que me quiera ahora?, ¿seguirá conmigo la persona que me quería con mi rostro anterior?
Con esta entrada inauguro una nueva categoría en el blog dedicada a las noticias sobre temas relacionados con traumatismos faciales. De esta forma, el blog será también una puerta a otras habitaciones de experiencias vitales, avances científicos, declaraciones de especialistas o cualquier otro hecho que pueda ser de interés o actualidad.
Os transcribo el artículo a continuación, y la negrita es mía para recalcar aquellas palabras que me parecen más significativas:
En «El beso más pequeño», la última novela de
Mathias Malzieu, su devastado protagonista dice tener un agujero de obús
en lugar de corazón. Ese sentimiento de violento vacío, como si una
bomba hubiese volatilizado tu motor biológico hasta reducirlo a un yermo
cráter, es el que ahora ha anidado en el pecho de Rodrigo García, ese
hombre infinitamente discreto que había supeditado su nombre al de su
brillante y ejemplar esposa, María de Villota. Ella, cuya vida ha girado
durante los 32 primeros años alrededor de los automóviles de
competición, tuvo anteriormente otras relaciones con personas también
ligadas de alguna forma al mundo del automovilismo. Algún antiguo piloto
de monoplazas, como ella, que podría haber llegado a la F-1 con un poco
de ayuda económica. Pero Rodrigo era diferente. Su historia de amor era
distinta. María acudió un día a un centro de preparación física para
mejorar su forma debido a las exigencias que impone pilotar un Fórmula
Uno. Allí, en Oxígeno Training –empresa de la que él es socio–, se
conocieron, conectaron de inmediato y Rodrigo pronto pasaría de ser su
entrenador a su novio. Sin embargo, desde el primer momento el
preparador quiso permanecer a una prudente distancia de la trepidante
carrera deportiva de su pareja. Lejos de los focos y las apariciones en
la prensa. En un discreto segundo plano. Él también era un deportista,
pero con un perfil muy diferente.
«Si me dejas, lo entenderé»
Y
en esta etapa de sus vidas llegó el accidente. La fatídica prueba con
el Marussia que, por una serie de circunstancias desgraciadas y en
cadena, terminó de la peor manera posible. Durante todo el proceso de
las múltiples operaciones que sufrió María para recomponer su cuerpo,
Rodrigo no se separó de ella. Un día la piloto –cuyo coraje es ya de
sobra conocido– se plantó ante él y le hizo la pregunta más angustiosa
de su vida: «Rodrigo, estoy desfigurada. ¿Quieres seguir conmigo? Si me
dejas, lo comprenderé perfectamente». Y en esos inquietantes segundos de
incertidumbre que parecen eternizarse, María de Villota se encontró con
una respuesta firme, clara y contundente: su novio le dijo que seguiría
a su lado siempre. Y ella, colmada de felicidad, le aseguró: «Si me
quieres así como estoy, entonces juntos podremos con todo». Y así fue. A
los pocos meses, Rodrigo le dijo que quería casarse con ella y
celebraron en Santander el día más feliz en sus vidas. Estaban llenos de
planes. El más deseado, y que se planteaban de manera inmediata, era el
de ser padres. Sin embargo, un derrame cerebral provocado por las
secuelas del accidente cortó de raíz su futuro. La ex piloto falleció
mientras dormía, sin sufrir, sin darse cuenta. En las últimas semanas se
quejaba de un dolor de cabeza casi permanente, que terminó de la forma
más trágica.
Rodrigo recibió la noticia cuando pasaban pocos
minutos de las siete y media de la mañana del viernes 11 de octubre. Una
llamada inesperada le despertó cruelmente de su sueño. La información
que le dieron fue dura, devastadora, concisa. A más de quinientos
kilómetros de su casa, su recién estrenada esposa yacía sin vida sobre
la cama de un hotel de Sevilla, ciudad a la que había viajado para
presentar su libro, «La vida es un regalo». No había signos de violencia
ni fármacos alrededor. Sólo le pudieron dar estas pistas. Importantes,
porque alejaban cualquier sospecha de muerte violenta. Rodrigo reaccionó
con rapidez. La comunicación con sus suegros fue inmediata. Ya lo
sabían. Emilio e Isabel, los padres de María, son un matrimonio ejemplar
con firmes convicciones religiosas, que saben afrontar los reveses de
la vida de frente. Ya lo hicieron ante el terrible accidente de su hija y
están demostrando su enorme temple en los últimos días. Toda la
familia, incluidos los hermanos de María, emprendieron un rápido viaje a
la capital andaluza para velar el cuerpo de la única de la saga que
logró seguir los pasos de su padre hasta la máxima especialidad del
automovilismo deportivo. A sus 33 años, María había llegado a la meta,
pero con una prórroga de un año y tres meses sobre lo que, a la vista
del accidente sufrido, habría sido su lógico final. Y esos fueron los
quince meses más intensos de su existencia.
En esta segunda
oportunidad que le dio la vida había conseguido una popularidad enorme
en un plazo de tiempo muy corto. Todo lo que hacía era noticia en los
medios informativos. Desde una jornada de compras hasta cuando daba
conferencias sobre su experiencia de vida y su capacidad de superación.
Los contratos se multiplicaban y su imagen era utilizada por marcas de
prestigio en varios campos. Tampoco descuidaba la ayuda a los demás, ya
que también promocionaba desinteresadamente algunas fundaciones
destinadas a mejorar e investigar sobre enfermedades infantiles. «Son
los más inocentes y me vuelco en su ayuda», comentó hace poco más de dos
semanas en la presentación de la remodelación del circuito del Jarama.
Nadie esperaba el precipitado final. Pero Rodrigo, junto con la familia
de María, tuvieron que reaccionar. Decidieron incinerar el cuerpo de la
piloto en Sevilla y evitar así los farragosos trámites del traslado del
cadáver. El posterior funeral, celebrado el martes en la madrileña
iglesia de los Dominicos del barrio de Sanchinarro, contó con una
asistencia masiva. Muchos cientos de amigos de María quisieron rezar una
última oración en su memoria y estrechar la mano de sus más próximos.
Emilio, el padre, dio la cara como representante de la familia. Rodrigo,
sin embargo, se quedó unos pasos por detrás, en el papel discreto que
siempre ha mantenido durante su unión con la ex piloto. Las cenizas de
María descansarán para siempre posiblemente en Santander, cuyos paisajes
guardan el origen de su apellido y de su familia. Una tierra que la
pareja amaba profundamente y a la que se escapaba siempre que tenían un
rato libre. Allí precisamente celebraron su boda hace ahora tres meses.
Frente a la bahía y la península de la Magdalena. Ahora, ese horizonte
parece totalmente distinto. Y Rodrigo, que desde el primer momento supo
conectar como un miembro más de los Villota, se ha abrigado en los
brazos de su familia política, quienes le quieren como a un hijo. Los
padres y hermanos de su esposa han sido su mayor ayuda desde el
fallecimiento y no se ha separado de ellos, aunque siempre se mantenga
en un segundo plazo. La discrección es su constante. Viudo a los tres
meses de su boda, la huella de una mujer con la personalidad y el empuje
de la ex-piloto de F-1 será ya imposible de borrar en su vida.
La otra (y desconocida) boda de la piloto
Fue
un extraño episodio de su vida, una decisión quizá precipitada por esa
alocada juventud a la que no tardan en salirle reproches. Quizá por ello
la ex piloto ni siquiera quiso reflejarlo en «La vida es un regalo», el
libro cuya presentación acabó siendo póstuma tras su trágico y
repentino fallecimiento en un hotel sevillano a consecuencia de las
secuelas que le había dejado el gravísimo accidente que sufrió a los
mandos del Marussia. María de Villota sostenía, después de aquello, que
la vida le había dado una segunda oportunidad y aquel capítulo de su
biografía, con la perspectiva del tiempo, parecía casi insignificante. Y
es que antes de que la ex piloto le diese el «sí, quiero» a Rodrigo
García, pasó por el altar con otro hombre, cuando tenía 26 años. De
hecho, al no conseguir la nulidad eclesiástica de aquel primer enlace,
su boda con Rodrigo se celebró en el Palacio de la Magdalena en una
ceremonia civil oficiada por el propio alcalde de la ciudad. Su fugaz y
primer matrimonio no tenía nada que ver con éste. De hecho, casi nadie
en el ámbito del motor recuerda hoy el nombre de aquel hombre que
consiguió llevar a María al altar en 2006. Ajeno al mundo del
automovilismo, el idilio con su primer esposo se terminó apenas un año
más tarde, con el consiguiente disgusto familiar, ya que los Villota son
personas con fuertes convicciones religiosas. Aquella primera boda fue
muy diferente a la actual, aunque también se celebró en un ambiente
íntimo y familiar. Sin embargo, parece que la pareja no terminó de
adaptarse a su nueva condición de casados y la relación no llegó a buen
término. Quizá por eso María restaba importancia a aquel episodio de su
vida y siguió adelante centrada en sus sueños profesioanles, que un día
le llevaron a conocer a Rodrigo, quien entonces sólo era un preparador
físico y que, sin embargo, llegaría a ser el hombre de su vida. Como
aquella frase de «Rayuela»: «Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que
andábamos para encontrarnos», la chispa entre ambos surgió desde el
primer instante. El grave accidente de María –su dura recuperación, la
incertidumbre y su consiguiente temor a mirarse en los espejos –sólo fue
un pequeño catalizador de sentimientos: les reubicó en el mundo
sabiendo lo que el uno era para el otro, descubriendo en cuestión de
segundos lo que, por desgracia, al común de los mortales les lleva toda
la existencia. Quienes la conocieron saben que de María era fácil
enamorarse: demostró que su genuino carácter de gladiadora no era
incompatible con esa sonrisa que siempre bailaba en sus labios. Su
viudo, que atraviesa uno de los momentos más difíciles de su vida, lo
sabe: conocerla fue el mayor regalo.